Llevamos un par de días de revuelo. De forma inconstitucional, el gobierno interino de Bolivia aprobó el Decreto 4232 que autoriza, “de manera excepcional”, proceder con procedimientos abreviados para la evaluación de 5 cultivos genéticamente modificados, para su aplicación en sistemas de monocultivo extensivo. Se argumenta la necesidad de incrementar la productividad de alimentos para los bolivianos y la capacidad exportadora del agro boliviano, y se trata de justificar la medida, ante la necesidad de reactivar la economía nacional post-pandemia.
No puedo imaginarme una peor señal hacia la colectividad nacional que esta. Una colectividad que por cierto, expuso su vida tratando de apagar los incendios de 2019. Una multitud de almas, que explícitamente, exigimos al nuevo gobierno abrogar el paquete de normas que el anterior, en complicidad con las fuerzas que ahora se encuentran en Palacio, habían aprobado para entregar a la agroindustria extensiones inimaginables de bosques y pastizales nativos, protectores de una de las diversidades biológicas más valiosas del mundo.
Deben entender que yo no soy un detractor de la biotecnología. Tengo una mente científica, y creo firmemente que esta herramienta será vital para permitirnos, en el futuro, alimentar a un número creciente de habitantes, en un contexto de sostenibilidad y restauración ambiental.
Lo que yo soy, es un detractor del modelo de producción extensivo. Un modelo que declara abiertamente que no es competitivo, mientras se le destinan cientos, si no miles de millones de dólares cada año en subvenciones al diésel que utiliza el sector, para que sea competitivo, justamente. Un modelo que concentra la riqueza que apenas crea, pero que nos obliga a todos a pagar los costos futuros que genera, por ejemplo, en términos de los efectos que tendrá sobre la salud el constante humo de los chaqueos en las ciudades orientales, y que terminaremos pagando más temprano que tarde.
Por esta razón, no quiero detenerme a especular sobre las consecuencias del avance de la investigación de cultivos transgénico u otro tipo de biotecnología, lo que me preocupa son las intenciones subyacentes. El Decreto 4232, no puede comprenderse por sí solo. Es parte de un grupo de normativas que empezaron a liberarse progresivamente desde hace varios años, y que se nos impusieron, siempre con el pretexto de evitar una crisis económica que, al igual que el mítico monstruo que se devora a si mismo, sería consecuencia de las limitaciones del sistema productivo promovido por estas medidas.
Este paquete de normas, solo tiene una finalidad, promover la expansión de la frontera agrícola, porque la existencia del agroindustria nacional, no parece depender de la aplicación de un tipo de semilla o de otro, sino de su capacidad de expansión, mas ligada a las ganancias por la especulación de la tierra, que a la productividad de los cultivos.
Entonces, en principio, no me molesta que la biotecnología en Bolivia se libere. Me molesta que se libera aquella que tiene como objetivo reproducir un modelo ineficiente, destructivo y anacrónico de producción agrícola, que tiene cualquier objetivo menos el de alimentar a la población. Y al mismo tiempo, otros adelantos con potencial real en términos de productividad y reducción de la vulnerabilidad de la producción de alimentos, se mantienen en la oscuridad, sin acceso a fondos, y limitados a experimentos aislados e irrelevantes; de la misma forma en que relegan tipos de producción cultural y ambientalmente amigable, que no tienen porqué estar reñidos con los adelantos tecnológicos.
Sin embargo, y por sobre todas las cosas, me molesta que un gobierno accidental, nacido de un movimiento social increíblemente amplio en lo conceptual y en lo ideológico; pero igualmente nacido del pésimo cálculo político de su antecesor (las renuncias en masa, con la intención de generar un vacío de poder que eventualmente iba a devolver el poder a Evo, como pasó en Venezuela en 2002), se atribuya la potestad de tomar decisiones tan delicadas y con implicaciones sociales, culturales y ambientales de tan largo plazo.
Cualquier decisión de este tipo, debería nacer de un diálogo profundo y técnico, libre de apasionamientos. Y ese diálogo no se trata sobre permitir o no un tipo u otro de semilla. Es el diálogo que nos obliga a quitarnos la venda, y ver a la agroindustria nacional como el fracaso que realmente es, y si exclusiones, trabajar en nuevas visiones que le permitan a los mismos actores económicos que ahora son parte de este desastre, transitar a nuevas rutas verdaderamente eficientes y productivas. Y ahí sí, en ese nuevo contexto, la biotecnología cobra una dimensión y una relevancia completamente diferentes.
Mauricio Pacheco Suárez