Llevo la mitad de un viaje de vuelta a casa, y recién digiero los resultados de una de esas típicas reuniones de la cooperación internacional con la planta oficial de cualquier municipio, un protocolo que acostumbra ser en extremo ritualista y aburrido, si no fuera por que esta vez tomamos la decisión no muy usual de escuchar de verdad a nuestros amables interlocutores.
La razón de la reunión es definir un programa de fundamento ambiental para los valles del norte de Potosí, una de las zonas mas difíciles del país, un entramado de cumbres frías y valles secos, que en esta época del año se ven aun más secos.
Medio cocinados por el inmisericorde sol de noviembre, pero esperanzado por los primeros brotes que ya se ven entre las espinas, encaramos nuestra hora larga de reunión con uno de los alcaldes más lucidos de la zona.
A pesar de lo lejos que se encuentran ahora mismo mis amados Yungas, y de haber superado ya los sentimientos encontrados de esta suerte de doble vida, que me obliga a ser un profesional de tiempo completo en estos valles espinosos del sur, pero sentirme en deuda con las selvas húmedas del norte, las realidades se plantean igual de implacables en ambos extremos.
La gente con la que hablamos, dirige uno de los municipios más pobres de Bolivia, pero al mismo tiempo más ricos en cuanto a endemismos y especies en diferentes niveles de amenaza. Nos toca ahorrarnos esta vez nuestro papel de técnicos/sabios con gorras cubiertas de logotipos. ¿Plantar árboles? Si claro, pero frutales, ¿no? Es que la gente no sabe qué hacer con esas especies que no crecen nunca, se las comen las cabras. ¿y pondríamos eucalipto? Es que la gente necesita la madera. Bueno, a ver. Conservar sí es bueno, y sí queremos, igual la gente sabe que no hay que matar los animales, pero ahora ¿cómo hacemos para que cuiden las plantas si no van a producir nada?
Resulta que cuándo más lógica tiene el gancho de la protección de las fuentes de agua entre la gente, debo más bien pensar que carajo hacemos ahora con las cabras, y por qué alguien que no tiene nada más que esos bichos -que ahora son los primeros enemigos de nuestros planes forestales- querría que los hagamos flaquear en un establo.
Desde que la gente del fin del mundo tiene memoria, llegan de la Capital, personas de todas las calañas, con gafas de sol más caras que estas casas, a lanzar programas monumentales para repoblar las laderas con comida para caprinos, alzando como banderas conceptos inentendibles, experimentos poco serios, a ver si alguno cunde y nos volvemos famosos, y escribimos libros, y damos conferencias en la Costa Este a todo bienintencionado que desee escuchar sobre el nuevo futuro fracaso de la ayuda externa.
Aun no entendemos la complejidad de las relaciones que tiene un fin-del-mundeño promedio con la tierra donde vive, pero más grave todavía, hasta qué punto esa relación se ha degenerado, de “campesino a campesino”, para rendirse ante el intercambio mercantilista puro y duro, que no sólo no es satanizable (como podría serlo la revolución verde, por ejemplo), sino natural, sobre todo considerando el mundo en el que vivimos. Una degeneración que impide que ese fin-del-mundeño comprenda el alcance de las consecuencias de sus decisiones actuales, y menos todavía, si las explicaciones vienen de quienes él considera (con bastante razón por cierto) los principales responsables de los destrozos ambientales a escala global.
Mientras tanto, medio mundo lo seguirá tratando como a un idiota en el mejor de los casos, y no sólo no somos capaces de brindarle una alternativa medianamente realista, sino que nos tomamos la conservación, el medio ambiente, el agua y los árboles, con la menor de las seriedad, como si se tratase sólo de ver cuántas siglas plantamos en las paredes blancas de las villas miseria.
¿Listos todos para la foto?
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